La pasión recorre y vertebra nuestra historia. Esta cualidad auténticamente humana, como la definió el filósofo danés Søren Kierkegaard en 1843, ha intrigado siempre a los pensadores, y hoy es objeto de estudio de neurobiólogos, psiquiatras y sexólogos. El término tenía en origen un sentido negativo: proviene del latín passĭo y alude a la “acción de padecer, lo que supone una perturbación o afecto desordenado del ánimo”. Sin embargo, hoy goza de gran prestigio: se ve como un estado emocional envidiable, y muchos la consideran la verdadera razón para vivir.
Louis C. Charland, profesor de la Universidad de Ontario Occidental, en Canadá, en los departamentos de Filosofía y Psiquiatría y en la Facultad de Ciencias de la Salud, explica que “la pasión es un concepto muy popular en la historia de Occidente. Muchos investigadores la han definido de distintas formas, pero, con el tiempo, este concepto ha sido reemplazado por el de emoción. Hoy, la palabra pasión ya no se usa en los escritos científicos, aunque sí en la cultura popular, donde significa muchas cosas diferentes para distintas personas”.
Los filósofos de la Antigüedad ya intentaron orientarse en este laberinto emocional. Para Platón, las pasiones se relacionan con el placer y el dolor, y las hay nobles –como el amor y la valentía– y bajas. Aristóteles no las considera malas, siempre que las domine el intelecto, y las enumera: deseo, temor, cólera, envidia, audacia, gozo, amor, piedad, pesar, odio y emulación. En los siglos siguientes, los estoicos las criticaron al considerarlas como excesos de la sensibilidad que alejan al hombre de su esencia racional. San Agustín (354-430), uno de los primeros pensadores cristianos, las dividió en positivas y negativas, según la intención del sujeto: si la voluntad es buena, también lo serán las pasiones.
Las teorías comenzaron a cambiar cuando, ya en nuestra época, el estudio de este sentimiento pasó al terreno de la ciencia. El profesor Charland considera que “se produjo una brecha cuando el término pasión desapareció de la psicología y la psiquiatría, pero mi equipo y yo estamos intentando recuperarlo para estas disciplinas”. Para este investigador, las pasiones “son muy diferentes de las emociones. Las primeras son estados afectivos complejos y dinámicos que perduran y evolucionan con el tiempo, ya que estructuran el comportamiento alrededor de una idea fija. Funcionan en el largo plazo, mientras que las emociones lo hacen en el corto. Además, la pasión organiza las emociones –amor, dolor, celos…– en torno a esa idea o sujeto que la suscita”.
En palabras de Charland, “a menudo, una pasión se resume en una frase simple de la que el sujeto puede no ser consciente: ‘tengo que conquistar Europa’, ‘tengo que aliviar el sufrimiento de los pobres’, ‘tengo que ganar mucho dinero’, etc. Por ejemplo, Napoleón fue gobernado por la pasión de la ambición, mientras que Darwin rigió su vida en gran medida por la de recoger especies animales”. Para otros expertos, la pasión llega a ser lo que da un significado a la existencia. En opinión de Maryam Varela, doctora en Inteligencia Emocional por la Universidad de Bircham, en EE. UU., se trata de “un sentimiento muy intenso y energizante que viene de lo más profundo del alma y surge solo cuando uno ha encontrado la razón de vivir. Nos llena de adrenalina y vigor, y todo cobra sentido. Las personas apasionadas no dan importancia al qué, ni al cómo ni al cuándo, sino al porqué hacen las cosas, y a las emociones que esa actividad les provoca”.
El tiempo también se nos escapa al enamorarnos, un juego que se inicia en solo medio segundo, lo que tarda el cerebro en desatar una oleada de sustancias químicas cuando se topa con su media naranja. El dato procede de un estudio publicado en The Journal of Sexual Medicine. En este trabajo, dirigido por Stephanie Ortigue, profesora de la Universidad de Siracusa, en Nueva York, se analizaron investigaciones previas que habían indagado en la reacción cerebral al amor. Las conclusiones fueron contundentes: enamorarse provoca una respuesta adictiva similar a la de la cocaína.
Cuando una persona es víctima de las flechas de Cupido, se activan las áreas cerebrales encargadas de liberar neurotransmisores euforizantes, como la dopamina, y hormonas del tipo de la oxitocina, asociada a los vínculos afectivos. Ortigue añade que también se ponen en marcha regiones cognitivas complejas encargadas de la representación mental y la autoimagen corporal. “El amor –dice esta psicóloga– es un proceso más complicado que la adicción a las drogas, y puede decirse que tiene una base científica”.
Helen Fisher, antropóloga, bióloga y profesora en la Universidad Rutgers, en EE. UU., ha dedicado su carrera a explicar el sentimiento amoroso desde diferentes perspectivas. Tras décadas de investigación, distingue tres etapas en el amor, explicables a través de la química del organismo. En la primera, teñida por la lujuria, predomina la testosterona, que aumenta el deseo sexual, y se produce un pico de adrenalina que incrementa la presión sanguínea, el ritmo cardiaco y la sudoración. También aumenta la noradrenalina, que contribuye a la excitación erótica y mejora el estado de ánimo.
En una segunda fase llega una atracción más elaborada: es el tiempo de la feniletilamina, neurotransmisor que genera en el cerebro una reacción en cadena y estimula la secreción de dopamina, otro mensajero químico que afecta a la respuesta emocional y la capacidad de experimentar dolor o placer. Además induce un proceso de aprendizaje que transforma el deseo en algo más profundo.
Durante esta fiesta química también aumentan los niveles de oxitocina. Conocida como la hormona del amor, toma las riendas en el último escalón, el del vínculo y el apego. Esta sustancia hipotalámica, responsable del nacimiento de los lazos afectivos, se libera en la mujer sobre todo durante el parto, el amamantamiento y los orgasmos. En los hombres, propicia la erección y la eyaculación. En esta etapa también circulan más vasopresina –otra hormona relacionada con el apego– y serotomina, un neurotransmisor ligado a estados emocionales. Se han sentado las bases para una relación estable y duradera.
Es entonces cuando muchas parejas perciben que la excitante fogosidad que las unió corre peligro. “Hay momentos en la vida en los que somos más o menos pasionales. Eso es común, y responde a múltiples motivos; por ejemplo, la depresión puede ser la antítesis del deseo. En las relaciones de parja la pasión resulta importante, tanto la sexual como la emocional, pero varía según las etapas y las circunstancias”, aclara Francisca Molero, directora del Instituto de Sexología de Barcelona y del Instituto Iberoamericano de Sexología.
Lo importante, en su opinión, “es ser capaz de volver a sentir ese ímpetu. Para reactivar el deseo hay que procurarse momentos reservados para la pareja y recuperar los juegos eróticos del principio, pero también ayuda embarcarse en actividades y proyectos comunes que nos entusiasmen”. Y añade: “Si la relación no es mala y la pasión ha existido antes, esta se puede reavivar con motivación. Ahora bien, conviene distinguir entre estar apasionado y ser apasionado. Una persona de naturaleza apasionada obtiene beneficios y un refuerzo psicológico de esa forma de ser, razón por la que la sostiene en el tiempo”.
¿Resulta posible que nos volvamos a excitar con una persona con la que llevamos años de convivencia y desgaste cotidiano? Para la doctora Molero, debemos dedicarle tiempo al sexo, y no solo en la cama. “Hay que anticiparse al encuentro, pensar en él, recrearse en las fantasías y los recuerdos eróticos. El cerebro es poderoso, pero también el aprendizaje de nuevas habilidades amatorias. Importan la sorpresa, el juego, las ganas de experimentar y la planificación, pero también dejarse llevar por el aquí y ahora”. Molero sabe que el apasionamiento además puede sacar lo peor de nosotros mismos, “cuando nos hace sentir culpables y nos crea dependencia, cuando no nos deja vivir y desarrollarnos, cuando se convierte en una necesidad omnipresente”.